por Chuck Gianotti
Como se mencionó en el blog anterior, a pesar de que la integridad no está específicamente mencionada en las Escrituras como requisito para los pastores de la iglesia, sin duda debería ser un elemento característico en una persona del calibre de un anciano. La primera característica del hombre en el Salmo 15 en la integridad (vs.2 RV1960). Esto pasa a ser el tema de todo el salmo. Ahora continuamos con la tercera y la cuarta característica de la clase de hombre que describe el Salmo 15.
Habla verdad en su corazón (Salmos 15:2b)
El tercer rasgo del hombre del Salmo 15 tiene que ver con la veracidad. En otro Salmo, David lo expresa de esta manera: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo…” (Salmos 51:6). La verdad en el nivel más íntimo es tan necesaria para la integridad como el aire para el viento. La verdad es la sustancia de la integridad, así como el aire es la sustancia del viento. La verdad no es simplemente uno de muchos rasgos, la suma de los cuales forman la integridad. La verdad impregna cada rincón, cada acción, cada pensamiento de la vida de un hombre con integridad.
En este punto debemos aclarar que la integridad es un proceso cuyo final alcanzaremos cuando estemos en la gloria. La integridad perfecta es ilusoria en nuestro estado previo a la resurrección. Nuestra meta es avanzar progresivamente para ser hombres veraces. Así como cuando aprendemos a andar en bicicleta, de vez en cuando caemos, pero seguimos adelante y aprendemos.
Ahora, la verdad tiene que ver tanto con hablar la verdad con quienes nos relacionamos, como también reconocer la verdad sobre nosotros mismos, sea buena o sea mala. Por ejemplo, David demostró gran integridad cuando reconoció la verdad de su completa pecaminosidad:
“Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio. He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.” (Sal. 51:4-5)
Sí, la integridad tiene que ver incluso con lo veraces que seamos con nuestras fallas internas. Como ancianos no debemos mostrar una imagen falsa de nosotros mismos como si no tuviéramos faltas o como si tuviéramos pocas. Debemos ser sabios en qué grado vamos a ser transparentes, no sea que presentemos una imagen externa contraria a lo que somos internamente.
Sin embargo, como ancianos no deberíamos ventilar nuestras fallas ¿verdad?
Muy a menudo, en la vida cristiana caemos en la trampa de pensar que guardar la ley nos hace espirituales. Esto incluye las llamadas “leyes cristianas”, basadas en las enseñanzas del Nuevo Testamento pero que dejan de lado la gracia, y se inclinan al legalismo carnal, como si la justicia y la santidad perteneciesen ahora a los que “hacen” las cosas bien. La verdad que debemos recordarnos constantemente es que la ley nos condena, incluso cuando está vestida de cristianismo. Como ancianos, cuando tratamos las instrucciones del Nuevo Testamento como una forma de ley, comunicamos una espiritualidad basada en la ley a aquellos por quienes Cristo murió. La única “ley” para los cristianos ahora es el nuevo mandamiento, “la ley del amor” (ver Juan 13:34, 1 Juan 2:7). Todo lo demás emana de ahí. ¿No es esto simplemente un refuerzo de los dos grandes mandamientos de los que habló Jesús?
La verdad es que fácilmente fallamos con el segundo rasgo del hombre del Salmo 15, es decir: “El que… hace justicia” (ver blog anterior). Allí radica la veracidad de la integridad. ¿Cuántas veces hemos escuchado a místicos de antaño decir: “Yo solo soy un pecador salvo por gracia”? Presta atención al tiempo presente que usó Pablo en el siguiente ejemplo al admitir: “los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Tim. 1: 15, ver también Rom. 7: 14 – 25).
Como ancianos, debemos llevar la delantera de la veracidad en este nivel. No es simplemente una repetición condescendiente diciendo “yo soy un humilde siervo…” sino una honestidad real, en la que un anciano confiesa con libertad cuando ha pecado contra los demás.
Con mucha frecuencia callamos por el temor a que alguien salte y diga “por tu propia boca has quedado descalificado para ser anciano”. Pero la verdad nos hará libres, a nosotros los ancianos, de mostrar una genuina integridad a las almas que ven el verdadero significado, “soy un pecador salvado por gracia… y lo que hice es tan solo otro ejemplo de eso”.
Hace poco un anciano dijo: “amigos, lamento que me enfadé tanto en nuestra última reunión. No estaba escuchando lo que ustedes decían, solo estaba presionando para seguir mis intereses, ¿podemos comenzar de nuevo esa conversación?” Lo que la grey de Dios necesita son más ejemplos de honestidad como la de David, que los ancianos modelen cómo un hombre piadoso trata con el pecado.
Obviamente, algunos actos pecaminosos (especialmente cuando son características de un anciano) pueden traer como resultado la descalificación y el retiro del anciano. Pero hay una larga lista de conductas pecaminosas que no necesariamente son descalificadoras, pero que requieren de honestidad. Los ancianos no deben ser contenciosos, por ejemplo, pero a veces contendemos. Eso no quiere decir que de inmediato quedamos descalificados, a menos que se convierta en un patrón de comportamiento. Lo mejor es que lo “confesemos” tan pronto como suceda, para que podamos crecer y ser más como Cristo. Si realmente creemos que seremos perfeccionados sólo hasta que seamos promovidos a la gloria, esta honestidad tiene sentido.
En lo que respecta al resto del Antiguo Testamento, el Salmo 15 refleja un patrón que no es otra cosa que el carácter de Dios. Él es la Verdad (Juan 16.4). Como sus discípulos y como líderes del pueblo de Dios que desean ser la clase de hombre del Salmo 15, busquemos ser como Aquel que es la verdad. En la medida que vivamos vidas en la verdad, cada vez más nos sentiremos en casa al estar en la presencia de Dios, que es de lo que se trata el Salmo 15.
Algunos pueden cuestionar que nuestra “comodidad” en Su presencia se basa únicamente en Su misericordia y gracia, y no en esfuerzos humanos. Después de todo debemos acercarnos “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia…” (Heb. 4: 16) Esto es verdad, y tiene sentido sólo cuando entendemos que quienes verdaderamente reciben misericordia y hallan gracia son los que se acercan a Dios con un alma honesta. La gracia de Dios no es ciega a la hipocresía. Ni Dios ni el pecador son engañados. Nadie tendrá confianza de entrar a la presencia de Dios si no cree que necesita gracia o misericordia. La confianza viene solo al reconocer nuestra necesidad de gracia y misericordia, y aceptarlas.
Recuerdo que hace años vi una discusión dramatizada entre cristianos acerca de un no creyente que tenía una conducta repulsiva y exigente. Uno de los cristianos, relativamente nuevo en la fe, trataba de animar a otros creyentes a ser más pacientes y a aceptar al no creyente. Después de todo, este hombre tenía la misma necesidad de la gracia transformadora de Dios que tenía con ellos. Frente a esto, otro que tenía años siendo creyente, expresó con enojo: “Yo puedo necesitar la gracia de Dios, pero no la necesito tanto como este desagradable hombre”. ¡Ahí radica el problema! Todos necesitamos la gracia de Dios, tanto como el peor de los pecadores que podamos imaginar. ¡Esto incluye a los ancianos de mucho tiempo, como a los nuevos creyentes y los no creyentes que rechazan a Dios!
Este nivel de veracidad debería permear todo lo que pensamos, decimos y hacemos. Debemos ser rápidos para decir: “Estoy equivocado, por favor, perdóname”, pero, por algún motivo, tendemos a pensar que admitir algo así puede afectar nuestra imagen ante otros ancianos o creyentes. Es cierto, es admitir que somos menos que perfectos, o, dicho en términos bíblicos, es decir que somos pecadores. Satanás está más que gustoso en convencernos de que ser espiritualmente maduro significa nunca tener que admitir “estoy equivocado”.
Como ancianos, podemos ser culpables de los pecados más elementales. Por ejemplo, un hombre de integridad admitirá la verdad: “estuve sirviendo a mis intereses en nuestra última reunión de ancianos cuando insistí en que se hiciera lo que yo quería. Hermanos: ¿me pueden perdonar?” O: “no fue correcta la manera en la que ataqué lo que el resto de ustedes sentían que el Señor nos estaba guiando a hacer”. O: “Por favor, perdónenme por no escucharlos. ¿Pueden explicarme de nuevo su punto de vista para que pueda entender?”. “Lamento haber distorsionado o malinterpretado la verdad en la manera que influí en los demás para que piensen de forma equivocada”.
El que no calumnia con su lengua
Un hombre como el del Salmo 15 no anda por ahí haciendo circular y dando información de otro con el propósito de dañar la reputación de esa persona. Esta es la cuarta característica que encontramos en el Salmo. La palabra hebrea para “calumnia” tiene el significado básico de “propagar”, y aquí se usa en el sentido de salirse del camino para obtener información de una manera más o menos encubierta. El Apóstol Santiago lo expresa bien cuando lo escribe como “murmurar” o “hablar mal de otro” (Stgo. 4: 11).
Los ancianos que son hombres de integridad no deberían calumniar a otros. ¿Esto significa que los ancianos nunca deben hablar entre ellos sobre la conducta negativa de alguien? Para nada. Hay veces cuando es necesario tener una discusión abierta para lidiar con problemas y conflictos desde una posición de realidad y verdad. Cuando los ancianos tienen un sentido distorsionado de la “confidencialidad” pueden entorpecer seriamente la resolución de los conflictos en la iglesia. Sin embargo, debemos ser cautos al hablar de la gente entre los ancianos. La motivación debería ser el amor por la grey de Dios, el patrón debería ser la verdad y la meta debería ser una resolución o resultado positivo. La calumnia, por otro lado, revela la intención de dañar la reputación de otra persona, se ignoran los patrones de verdad y la meta es exaltarse a uno mismo a expensas de la otra persona.
Como ancianos debemos resistir la urgencia de transmitir una perspectiva subjetiva de los demás sin una investigación cuidadosa. Hace unos años un individuo me “informó” que cierto ministerio cristiano había cambiado su declaración doctrinal, sin duda una acusación de la que había que estar seguro. Después de preguntarle más, él me aseguró que tenía fuentes fide-dignas, aunque no me las dio a conocer. Yo investigué la acusación llamando al Director del ministerio en cuestión para averiguar si estas cosas eran verdaderas. Él me afirmó que su declaración doctrinal no había cambiado y que ninguna persona del ministerio había apoyado ese error doctrinal. Siguiendo el ejemplo de la casa de Cloe (1 Co.1:10), le informé al líder del ministerio acerca del individuo que estaba propagando esta falsedad. De todas maneras, el daño ya estaba hecho y muchos siguieron pensando que la organización había caído en un error doctrinal.
“El que encubre el odio es de labios mentirosos; y el que propaga calumnia es necio”(Pr. 10:18). ¡Que esto no se diga de nosotros como ancianos!
Espera el próximo martes nuestra última entrada en esta serie de integridad
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Adaptado con permiso de Apuntes para Ancianos